CRÓNICA. El rostro

La semana pasada se dio inicio al ‘XIII Festival de teatro peruano norteamericano’, organizado por el ICPNA y desarrollado en su sede de Miraflores. El primer espectáculo en presentarse fue ‘El rostro’, texto escrito por Ricardo Olivares -con el cual obtuvo el cuarto puesto en el Concurso Nacional de Dramaturgia 2014 del Ministerio de Cultura- y dirigido por Yanira Dávila y Alejandro Guzmán.

La estructura del texto de ‘El rostro’ presenta ciertas particularidades que el montaje expone al público desde los momentos iniciales. Así, al ingresar a la sala, un ambiente sonoro que remite a un universo onírico acompaña la presencia, dentro del espacio escénico, de un misterioso personaje femenino cuyo rostro es cubierto por una media máscara neutra.

Posteriormente -retirado el mencionado personaje  y una vez ‘oficializado’ el inicio del espectáculo- se aprecia la discusión -con un arma de por medio- de dos personajes masculinos. El diálogo entre éstos no permite comprender con claridad que es lo que sucede, pues resulta necesario contar con más información.

Esta aparente ausencia de contexto en ambos momentos iniciales -mujer misteriosa, discusión con un arma- es parte de la bienvenida a una obra cuya estructura es un juego fragmentario. Y es que la dramaturgia de ‘El rostro’ propone, a lo largo de su desarrollo, alternancias a nivel de tiempo (presente-pasado) y de percepción (sueño-realidad).

El montaje, para construir los universos que propone el texto y hacerlos fluir a través de los diferentes espacios temporales, se apoya en el uso de distintos elementos. Para lo primero se vale del diseño de luces. Éste crea una atmósfera en penumbras -con iluminación puntual y lateral- para los momentos oníricos donde la mujer enmascarada hace su ingreso. En cuanto a los cambios de tiempo, la dirección confía en la dinámica de información que propone el texto dramático a través de diálogos, monólogos y la alternancia de escenas.

Además de ello, el uso del espacio escénico aporta claridad en la evolución de la obra. Pues, al estar definido por un cuadrilátero de menores dimensiones que el escenario de la sala, se propone una convención en donde la acción transcurre al interior del mismo. Así, los personajes que no participan de una determinada escena se retiran del cuadrilátero.

Esta convención -si bien resulta básica- es transgredida a medida que los conflictos aumentan en complejidad. Ello revalora el espacio escénico cuando, hacia la segunda mitad del montaje, se construyen escenas donde todos los personajes se ubican físicamente en el mismo lugar aunque dramáticamente se encuentren en planos distintos.

Así, a partir de las opciones tomadas para la puesta en escena, ‘El rostro’ presenta la historia de dos viajes. El primero, basado en la anécdota inicial de la obra, el de un prestigioso arqueólogo que retorna al Perú y tiene como compromiso escribir sus memorias. El segundo, que resulta ser el conflicto principal, es el viaje personal, onírico y psicoanalítico del protagonista en la búsqueda de conocer detalles de su pasado.

Vale mencionar que la importancia del conflicto psicológico del protagonista se va develando paulatinamente a lo largo del montaje. Pues, la estructura del texto genera espacios de tensión y misterio que varían el foco de atención. Así, además de descubrir quién es la mujer enmascarada o comprender la lógica de la discusión de la primera escena, el espectador se sorprende con la inesperada aparición de un nuevo personaje femenino.

Sin embargo, a medida que se resuelven los misterios, y la importancia de los conflictos interiores del protagonista se fortalece, la presencia de los personajes secundarios se debilita. Y es que, por ejemplo, no resultan claras las intenciones, motivaciones y decisiones del psicoanalista. Tampoco se conoce demasiado acerca del personaje de la madre, solo que su carácter era dulce, atento y cariñoso; además de la sospecha -no del todo clara- de que se prostituía. Y, finalmente, la información que se brinda sobre la joven estudiante-amante-prostituta resulta superficial.

Todo ello convierte a estos personajes en elementos utilitarios para el desarrollo del conflicto del protagonista. En muchas ocasiones su lenguaje es narrativo y expositivo. Cumplen, dentro de la estructura dramatúrgica -y también de la escénica- el rol de otorgar información sobre el personaje principal (los monólogos del psicoanalista frente a su grabadora, las conversaciones de la madre con el niño) o de reforzar la complejidad psicológica de éste (la amante-prostituta que hace referencia a la madre).

Estas características de los personajes secundarios afectan, inevitablemente, a la puesta en escena. Pues mientras el protagonista adquiere mayor complejidad dramática -relaciones clandestinas, aparición del ‘Complejo de Edipo’, ansiedad galopante- el resto de personajes la pierden. Ello resta densidad a las interpretaciones e impide que el elenco ofrezca un comportamiento escénico homogéneo.

Dávila y Guzmán asumen un texto con una estructura compleja. Esta complejidad es abordada y resuelta desde la puesta en escena. La escenografía monocromática y minimalista realza al diseño escénico, y éste resulta efectivo para la convención que los directores proponen e intervienen.

Sin embargo, las debilidades del texto dramático participan decididamente sobre el resultado final. Pues, a la superficialidad de los personajes secundarios se suman las dificultades propias de un texto con un alto componente narrativo e inmerso en un discurso psicoanalítico.

(*) Imagen tomada de aquí.

Dirección: Yanira Dávila y Alejandro Guzmán.
En escena: Carlos Acosta, Eduardo Ramos, Alicia Mercado.
Dramaturgia: Ricardo Olivares.
Dirección de arte: Vanessa Geldres.
Iluminación: Vanessa Geldres.

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